Dos batallas,
separadas entre sí por casi cuatro siglos, puede decirse que han marcado el
esplendor y el ocaso del poderío naval español:
LA BATALLA DE LEPANTO Y LA BATALLA DE
TRAFALGAR
LA BATALLA DE LEPANTO
Esta batalla
enfrentó a la poderosa flota turca con la Liga Santa, formada por la coalición
de San Pío V, España y Venecia. La flota turca bajo el mando del temible Alí
Bajá, terror del mediterráneo, y la Liga Santa a las órdenes de Don Juan de
Austria, hijo del emperador Carlos V y hermanastro del rey Felipe II. Cuando
ambas escuadras se avistaron, Alí Bajá, consciente de su poderío, arengó a sus
hombres con estas palabras, que en verdad resultaron casi proféticas:
QUIEN HOY GANE LA BATALLA, SERÁ DUEÑO DEL
MUNDO
En la batalla murió
Alí Bajá y las huestes turcas sufrieron grandes pérdidas, lo que les obligó a
retirarse maltrechos rehuyendo proseguir el combate. La Liga Santa, victoriosa,
logró su principal objetivo: La paralización del avance turco por el
mediterráneo. Para conmemorar este hito histórico, la Iglesia instituyó en todo
el orbe católico, la festividad de Nuestra Señora del Santo Rosario. En la
batalla de Lepanto perdió su brazo izquierdo el insigne autor, entre otras
obras literarias, de Don Quijote de La Mancha: Don Miguel de Cervantes
Saavedra.
LA BATALLA DE TRAFALGAR
Esta batalla
enfrentó a la coalición franco española con el poderío naval de Inglaterra.
Aquella bajo el mando de un mediocre y pusilánime francés: Villaneuve; y ésta a
las órdenes del almirante inglés Sir Horacio Nelson, cuyo prestigio es de sobra
conocido. Inglaterra siempre ha sido maestra en el arte de ensalzar a sus
héroes.
Pero a Villaneuve,
con la fama de mediocridad que tenía entre prácticamente toda la oficialidad francesa,
¿cómo se le pudo designar para tan alto puesto? La explicación del porqué en
Francia era de todo punto obvia: Villaneuve pertenecía a la aristocracia, y el
rápido encumbramiento de un tenientillo de artillería, NAPOLEÓN, a las más
altas esferas del poder, no le hacía a éste aconsejable, de momento, el
enfrentarse con los que aún detentaban cierto poder.
¿Pero como España
pudo someter a mandos tan experimentados como Gravina - que ostentaba el mando
sobre la flota española - a la humillación de ponerle bajo las órdenes de un
reconocido mediocre francés? La razón tenía que ser exclusivamente política. Y
al buscar una razón política, la mirada ineludiblemente tenía que detenerse, en
primer lugar, en Carlos IV, quien como REY era el directo responsable de
cuantas decisiones políticas en su reino se tomaren. Pero Carlos IV, de
carácter abúlico, débil, irresoluto y apático, en más ocasiones de las que las
obligaciones de su cargo lo hacían aconsejable, se sometía a las “sugerencias”
de su esposa, la Reina María Luisa de Parma, y en esta ocasión la sugerencia “de
la Reina” tuvo el efecto, para unos historiadores nefasto y para otros
afortunado, de abrir las puertas para el rápido encumbramiento de un oficial de
la Guardia de Corps de la propia REINA: MANUEL GODOY.
Las páginas de la
historia de España que hacen mención a dicha época, en prácticamente su
totalidad, tienen como figura central a Manuel Godoy. Pero ¿Quién fue Manuel
Godoy? .
Godoy, hombre de
convicciones profundamente monárquicas, procedía de una familia aristocrática
económicamente venida a menos, por lo que su infancia y juventud transcurrió en
un ambiente de austeridad.
Su cuna le valió
para poder entrar a formar parte de la Guardia de Corps de la Reina.
La austeridad
familiar y su precoz inteligencia, fue el profundo acicate que le movió a
escalar los más altos puestos en la corte real y, para ello, su inteligencia le
señaló el camino a seguir: volcarse en el estudio y captar cuantas amistades le
pudieran ayudar en su empeño.
Su interés por el estudio le hizo robar
horas al descanso, así como a las distracciones en que se solazaban los demás
oficiales de la Guardia.
Este proceder,
unido a su innata gallardía, atrajo sobre sí la atención de la Reina, que le
doblaba en edad, la cual le brindó su amistad, aprecio y apoyo.
Esa amistad,
aprecio y apoyo, despertaron la envidia de gran parte de los cortesanos,
anidando en ellos el deseo por encontrar y airear cualquier circunstancia que
pudiera desprestigiar al “favorito”; misión casi imposible dado el carácter
trabajador y caballeresco de Godoy. Ello empero, tal circunstancia no tardó en
presentárseles, al descubrirse la relación, al parecer de “íntima” amistad, de
Godoy con una destacada figura de la farándula de la época: la conocida como
Pepita Tudó.
La Reina
inmediatamente salió al paso rompiendo dicha relación y, para evitar insidiosos
comentarios, movió los hilos necesarios para concertar el matrimonio de Godoy
con María Teresa de Borbón, hija natural del Infante Don Luis, hermano del Rey.
La Reina sabía y
Godoy desde un primer momento así lo comprendió, que tal matrimonio le daba el
espaldarazo final y desde cualquier punto de vista, necesario para alcanzar la
meta que, tras sus paulatinos avances en la CORTE, soñó que ya podía estar a su
alcance: ser, después del Rey, el máximo poder: Secretario de Despacho.
Los dos antecesores
de Godoy en tal alto puesto sostuvieron siempre con Francia una relación de
prudente cortesía. Godoy, en un principio siguió su ejemplo, aunque pronto
comprendió que tanto el pueblo español, como el propio Rey, aunque éste por su
carácter no lo expresara abiertamente, se inclinaban por la defensa del Rey de
Francia: Luis XVI, seriamente amenazado por la reciente revolución estallada en
su país.
Godoy rompió la
prudente armonía de la relación con el vecino país. Y oficialmente declaró el
apoyo de España al Rey francés HASTA DONDE FUERE NECESARIO.
Así, cuando Luís
XVI fue depuesto por la Asamblea de la Revolución Francesa, condenándole a
morir en la guillotina, Godoy, con su compromiso de HASTA DONDE FUERE
NECESARIO, se vio en la tesitura de tener que declarar la guerra a la Francia
Revolucionaria.
El desarrollo de la guerra pasó por
distintas vicisitudes, tan pronto fue favorable a España como luego lo fue a favor de Francia, que llegó a ocupar
varias ciudades del norte español, para luego entrar en momentos de verdadera incertidumbre.
Estos vaivenes aconsejaron a ambos contendientes a firmar una paz que se llamó “la
Paz de Basilea” por la cual Francia se retiró de las ciudades españolas que
había ocupado, y España, a su vez, tuvo que renunciar a la parte de la isla de
Santo Domingo que aún conservaba.
La Paz de Basilea
le significó a Godoy el adquirir el título de “Príncipe de la Paz”. Pero además
supuso el sello del comienzo de una “amistad” entre dos hombres profundamente
ambiciosos: Napoleón y Godoy.
La mente
conspiradora de Napoleón inmediatamente captó las ventajas que para los planes
que tenía podía suponerle la amistad del encumbrado Godoy, le ofreció a éste
unas hipotéticas ventajas en territorios que aún no le pertenecían, pero que
proyectaba conquistar.
A Godoy se le
abrieron unas perspectivas que ni en sus más exaltados sueños de grandeza nunca
había podido pensar.
La amistad
GODOY-NAPOLEÓN quedó cimentada.
Como primera prueba
de ello, la incondicional aceptación de España a que su flota, al mando de
GRAVINA, quedara integrada en una coalición franco-española bajo el supremo
mando de un almirante francés: Villaneuve.
La ofensa y
humillación de la oficialidad española se había consumado.
Busquemos ahora que
causa pudo producir el desastroso efecto de que la escuadra franco-española,
por orden de Villaneuve y desoyendo el dictamen en contrario del experimentado
Gravina, saliese del seguro refugio de la bahía de Cádiz, para enfrentarse, en
condiciones claramente adversas, a la escuadra inglesa.
La causa hay que
buscarla, no en su inexperiencia como marino, que indudablemente la tenía,
además en su ánimo pusilánime seguramente le atraía más un refugio seguro que
el arriesgarse en una lucha que hombres, que reconocía en su fuero interno
mucho más capaces que él, desaconsejaban. ¿Pero entonces como se vio abocado a
dar la absurda orden de ataque?
La causa fue la de
saberse caído en desgracia ante Napoleón, y que sólo una acción valiente,
aunque fuese suicida, podía, si no hacerle recuperar el aprecio del Emperador
sí, al menos, el que éste le permitiera seguir viviendo.
La razón de tal
miedo cerval fue el desacato, por cobardía, a una orden anterior del propio
Napoleón.
Dicho desacato hizo
fracasar el empeño más acariciado por Francia: la invasión de Inglaterra, según
un plan ideado por el propio Napoleón, y en el que se había invertido mucho
tiempo, mucha cautela, mucho esfuerzo y mucho dinero.
El plan era muy
sencillo y precisamente en su sencillez radicaba su excelencia:
Con gran antelación
y lentamente, para no despertar sorpresas se fueron concentrando en distintos
acuartelamientos, próximos entre sí, un ejército de 160.000 hombres; asimismo y
con igual cautela se distribuyeron a lo largo de la costa 2.000 gabarras,
profusión de lanchas cañoneras y barcazas para el traslado de tropas.
La segunda y
fundamental etapa del plan consistía en dejar, en un tiempo prudencial que
permitiera la invasión, desguarnecida la protección marítima que la flota
inglesa prestaba a sus costas: Y allí es donde tenía que entrar en escena
Villaneuve.
Villaneuve tenía,
con astucia, que burlar la vigilancia de los buques ingleses sobre la Bahía de
Cádiz, y una vez conseguido ello, (lo que logró, más que por méritos propios,
por relajamiento en la rutina de la vigilancia; o quizás por las dos cosas),
debía dirigirse lo más rápidamente posible a las Indias Occidentales, para
atacar las bases navales británicas, las cuales ante su inferioridad para
repeler el ataque se verían obligadas a solicitar la ayuda de su flota. Y así
fue.
Logrado ese primer
objetivo Villaneuve, sin esperar la llegada de la flota inglesa, tenía la orden
de dirigirse a la des guarnecida Inglaterra, por ruta distinta a la
previsiblemente seguida por Nelson, y bloquear el acceso de éste a defender sus
costas, tan pronto como se percatase de la estratagema francesa.
Cuando todo parecía
que habría de coronarse con el éxito, Villaneuve se cruzó con una barco de
bandera “neutral”, que falsamente le informó que delante de toda la costa
inglesa había desplegada una potente escuadra.
El pusilánime
Villaneuve no necesitó más, inmediatamente dio la orden de virar en redondo y
corrió a refugiarse en la Bahía de Cádiz.
El plan de Napoleón
había fracasado, Villaneuve había caído en desgracia; se le comunicó que en
cuanto su relevo en el mando se incorporare debía, sin demora, presentarse ante
Napoleón.
Villaneuve no tenía tiempo que perder, la
llegada de Rosilly podía demorarse un día o dos, o quizás tres; y él, sin mando
ya nada podría hacer.
Y TOMÓ SU
DECISIÓN: ATACAR.
Pero a esa decisión en la que el miedo a
Napoleón superó el pánico a atacar, consciente de que todas las circunstancias
le eran adversas, se opuso tajantemente, hasta donde la obediencia al mando que
se le había impuesto se lo permitía su espíritu militar, el almirante Gravina,
quien expuso el siguiente razonamiento:
“No apruebo la
salida del puerto de la escuadra combinada, porque está muy avanzada la
estación. Los barómetros anuncian mal tiempo, no tardaremos en tener temporal
duro. Creo que la escuadra combinada haría mejor la guerra a los ingleses
fondeada en Cádiz que presentando una batalla decisiva. Ellos tienen que
reponer los navíos que les destrocemos en un combate. Pero ni España, ni
Francia, cuentan con los recursos marítimos de guerra que Inglaterra sí posee.
Además, el reciente combate sobre el cabo Finisterre, nos ha hecho ver que la
escuadra francesa es espectadora pasiva de las desgracias de la nuestra: sus
buques han visto que nos apresaban los navíos San Rafael y Firme y NO HICIERON
NINGÚN MOVIMIENTO PARA REPARARLOS, no pudiendo hacerlo nosotros por las muchas
averías sufridas a resultas del encuentro; y me temo mucho que en la acción que
vamos a emprender suceda otro tanto. Pero además ¿por qué ese empeño del
almirante francés de que salgamos de la Bahía de Cádiz? Permaneciendo aquí,
obligaríamos a los ingleses a sostener ante nosotros un estrecho bloqueo, otro
en Cartagena, donde hay armadas fuerzas navales, y sobre Tolón también otro.
Para estos bloqueos ellos tendrían que hacer grandes sacrificios: Con el
mantenimiento de tres escuadras, en un invierno que ya está próximo y con las
averías que inevitablemente han de tener. Permaneciendo aquí conseguiríamos
ventajas equivalentes a un combate”.
Gravina,
evidentemente, desconocía los pesares de Villaneuve; hablaba de los sacrificios
a los que se verían enfrentados los ingleses. Pero para Villaneuve, si no se
jugaba en un combate su última carta, EL SACRIFICADO SERÍA ÉL.
De momento, el
relevo en el mando no se había presentado; podía aún tardar en hacerlo un día o
quizás hasta dos.
Villaneuve, de
momento, suspendió la orden de ataque. Esperaría hasta el día siguiente,
rogando al cielo que el tiempo cambiare. Pero es que además el alegato de
Gravina sobre la pasividad francesa en el combate sobre el Cabo Finisterre, que
interiormente reconocía como cierto, le planteó la duda de:
¿CÓMO SE
COMPORTARÍAN LOS ESPAÑOLES EN ESTA NUEVA BATALLA?
Villaneuve ya no
tenía tiempo de plantear estrategia alguna, así que dispuso que en el combate
navegasen los navíos españoles bajo el “control” de los navíos franceses, que
prudentemente marcharían a su lado.
Llegó el día siguiente, ya no podía esperar
más.
A las seis de la
mañana del 19 de Octubre, el navío BUCENTAURE, buque insignia del almirante
Villaneuve, enarboló la señal de: Izad velas y adelante, la batalla va a
empezar. La suerte está echada. El barómetro sigue anunciando temporal. Nelson
espera: el temporal será su más fiel aliado. Nelson, que estaba ansioso porque
llegara ese momento, ya había instruido a los mandos bajo sus órdenes sobre las
acciones a tomar. Y así, cuando el navío inglés MARS, destacado para detectar
cualquier movimiento de la escuadra franco-española avisó: El enemigo empieza a
salir del puerto. Nelson desde su buque insignia VICTORY, ordenó la puesta en
marcha del plan trazado.
En la madrugada del
21 se produce el enfrentamiento de unos treinta buques por cada bando.
De los quince
navíos españoles tres se hundieron, otros tantos fueron apresados, cuatro
encallaron víctimas del fuerte viento. Retirándose los demás a buscar refugio
en Cádiz. En el combate murió Gravina.
Los ingleses
perdieron pocas naves. Estaban combatiendo en la posición elegida por Nelson,
teniendo al temporal por aliado. Pero el almirante Horacio Nelson que había
arengado a sus hombres con su vibrante frase: Inglaterra espera que cada cual
cumpla con su deber, cumplió con el suyo, permaneciendo en los lugares de mayor
peligro, con su casaca azul y luciendo en el pecho sus queridas
condecoraciones: murió como había vivido, dándolo todo por Inglaterra, hasta su
vida.
Los navíos
franceses fueron unos apresados, otros hundidos, otros naufragados como el INDOMPTABLE
que, con su enseña en alto, se hundió víctima no de los ingleses, sino del
temporal; y otros, tan solo seis unidades francesas, lograron refugiarse en la
Bahía de Cádiz; de ellos cinco navíos de línea: El EROS de 84 cañones, el
ALGECIRAS, de 86 cañones, el PLUTÓN y el ARGONAUTE, ambos de 74 cañones y el
NEPTUNE, con 92 cañones. Asimismo entró en el refugio de la Bahía de Cádiz la
fragata CORNELIA, de 42 cañones. Ninguno de ellos jamás pudo abandonar su
refugio enarbolando la bandera francesa.
En el combate
murieron como héroes, entre muchos otros, Nelson y Gravina; pero el destino le
negó esa gloriosa muerte a Villaneuve, pese a que ansiosamente la buscó.
Villaneuve, en Cádiz, fue relevado del mando por el almirante Rosilly,
recibiendo la orden de presentarse, a la mayor brevedad ante Napoleón. Tampoco
esta orden del Emperador la cumplió: Murió misteriosamente durante el viaje.
¿Suicidio? ¿Ejecución? Nunca lo sabremos. Napoleón nuevamente pudo eludir un
enfrentamiento con la nobleza.
En la debacle de la
armada francesa intencionadamente singularizamos el naufragio del INDOMPTABLE.
La razón es debida a que en dicho navío se hallaba enrolado el guardiamarina
Michel Maffiotte Milliere, quien pudo salvar su vida asido a un tablón, lo cual
le permitió, pese al fuerte oleaje, llegar a nado hasta la playa, guiado por la
luz de una hoguera que, para el socorro de los náufragos, habían encendido los
soldados de un puesto de caballería española allí destacado; Éstos los
recogieron y prestaron los necesarios auxilios.
Michel Maffiotte
fue reembarcado en el NEPTUNE. Y el traer ello a colación se debe al hecho de
que a este marino francés se le debe una narración, de primera mano, de todo
cuanto acaeció en Trafalgar después de la batalla. Narración que se conserva en
la Biblioteca Municipal de Santa Cruz de Tenerife, su segunda patria y donde
transcurrió la mayor parte de su vida.
En la batalla de
Trafalgar, Inglaterra logró una gran victoria que, al menos, durante cien años,
la convirtió en Reina de los Mares.
Pero esa victoria
tuvo para los ingleses un sabor amargo: EN ELLA MURIÓ SU HÉROE NACIONAL,
HORACIO NELSON.
Los ingleses, a lo
largo de su historia, también “han pasado mucho, aunque no suelen tenerlo de
costumbre y lo disfrazan cuanto pueden” (el entrecomillado está entresacado de
una carta de la Reina María Luisa de Parma a Godoy, que se conserva en el
archivo de palacio).
La muerte de Nelson
fue para Inglaterra un duelo nacional. Y ese duelo ni podían, ni querían
disfrazarlo. Al contrario ensalzaron cuanto pudieron la gloriosa muerte en
combate de Sir Horacio Nelson; Y en las alabanzas de sus hombres ilustres nunca
se quedan cortos: son verdaderos maestros.
Las derrotas si
suelen disfrazarlas. Y aquellas en que por su evidencia no pueden hacerlo, como
la del propio Nelson en su intento por conquistar Tenerife, donde fue
derrotado, INGLATERRA NO DISFRAZÓ LA DERROTA. IGNORÓ LA HISTORIA. O, todo lo
más, cuando no pueden ignorarla, la minimizan y
hasta la ridiculizan; eso no fue así, dicen, es verdad que Nelson pasó
por Tenerife para apresar unos galeones allí fondeados y luego siguió de largo.
Su brazo y su vida los perdió heroicamente luchando en Trafalgar.
Precisamente estoy
escribiendo este artículo, casualidades de la vida, el 25 de Julio de 2011 y al
leer los periódicos locales, al oír las salvas y el redoblar de tambores,
rememorando la gloriosa gesta de nuestros antepasados, yo, aunque no sea
historiador, no puedo resistirme a trasladar al papel, lo que en mi imaginación
debió ser ese momento que significó para el escudo de nuestra isla una tercera
cabeza de león que, a costa de Inglaterra, se añadió a nuestro querido escudo,
honrando a nuestra isla con los títulos de:
MUY NOBLE, LEAL, INVICTA, VILLA, PLAZA Y
PUERTO DE SANTA CRUZ DE SANTIAGO DE TENERIFE.
Y, aunque sea una
disgregación del objeto del trabajo iniciado, no puedo por menos que dedicar
unas líneas a lo que mi imaginación, supeditada al dictado de la verdad
histórica oída y leída de personas
doctas en lo que fue la gesta del 25 de Julio, me han enseñado.
Nelson, conocedor
de la historia naval de Inglaterra, sin duda sabía como su compatriota, el
almirante Rooke, con 1800 soldados ingleses comandados por el príncipe Jorge de
Hesse-Darmstadt, conquistó para su patria la fortaleza de Gibraltar, defendida
por tan solo 80 hombres. Y esto ocurrió en el año 1704, año en que
paradójicamente Inglaterra era aliada de España en la guerra de Sucesión. Para
Rooke aquello fue un paseo militar, nada tiene de extraño como tampoco nada
tiene de extraño que pese a los reiterados intentos de España por recuperar el
Peñón nada haya conseguido.
Nelson, a primera
vista, debió de ver un gran paralelismo entre aquella hazaña y la que ahora
tenía a la vista: Los comerciantes ingleses aquí establecidos debieron de
informarle de que en Santa Cruz de Tenerife apenas se contaba con unas
dieciséis baterías de costa, que entre todas apenas disponían de ochenta y
nueve cañones y, en cuanto al personal de tierra, unos pocos soldados del
ejército regular y unos regimientos de milicias formados por campesinos, mal
armados y prácticamente carentes de instrucción.
Ante esto, Nelson
pensó que la historia iba a repetirse, preveía un nuevo paseo militar y no era
para menos, el contaba con nueve buques de guerra con una potencia de fuego de
393 cañones. Una dotación de 2000 marineros e infantes de marina, perfectamente
adiestrados y dotados del más moderno armamento. Además contaba con el factor
sorpresa.
Con lo que Nelson
no contaba era:
1 ° El factor
sorpresa era casi imposible, las mujeres de San Andrés que iban a vender sus
mercancías a la capital se levantaban con las luces del alba; forzosamente
tenían que ver las lanchas de desembarco. Ellas darían la voz de alarma y así
fue. Las baterías alertadas pusieron con sus escasos medios una barrera de
fuego. Las tropas inglesas que pudieron poner sus pies en tierra, se vieron
hostigadas desde lo alto de los riscos cercanos por los campesinos que habían
escalado los mismos y a los que sus mujeres socorrían llevándoles agua y
víveres. La maniobra sorpresiva inglesa había fracasado.
2° Tampoco contó Nelson
con que el mando militar de la isla lo ostentaba el general don Antonio Miguel
Gutiérrez de Otero González-Verona, hombre dotado de gran experiencia y
pericia.
3° Tampoco tuvo en
cuenta que precisamente la isla de Tenerife fue la última en ser conquistada
por España, ya que los guanches, sus pobladores, siempre mostraron ser
aguerridos y valerosos. Antes de ser nuevamente conquistados es preferible
morir. Su voz VACAGUARÉ significa prefiero morir antes que rendirme. Esa sangre
guanche hoy está profundamente engastada con la sangre española. Ante las
adversidades Vacaguaré resuena en valles y montañas; su eco los esparcen los
barrancos hasta el último rincón de la isla.
4° Nelson, pese al
fracaso de su primer intento, siguió convencido de su “paseo militar”; hizo
oídos sordos a la realidad que tenía ante sus ojos y prestó oídos a las falaces
voces de uno de sus malos informadores que le presentaron a un pueblo tinerfeño
asustado y tembloroso ante las represalias por el daño que inicialmente les
habían causado.
Craso error, pero
Nelson creyó a su mal informador y ordenó un nuevo y frontal desembarco. Era el
25 de Julio de 1797.
Al llegar a este
punto sería injusto olvidar uno tan solo de los innumerables héroes, militares,
campesinos y pueblo de todas las clases y procedencias que a las órdenes del
general Gutiérrez pusieron en dura prueba a los ingleses. Pero al menos demos
dos pinceladas de hechos que, ya digo, entre muchos otros, tuvieron una
especial relevancia:
1- El teniente de
artillería don Francisco Grandi Giraud, quien desde la batería de Santo Domingo
abrió una nueva tronera hacia donde Nelson dirigía el desembarco. Instaló en
ella el cañón Tigre, y con él disparó una terrible metralla causando una gran
sangría en las tropas de desembarco e hiriendo de gravedad al propio almirante
Nelson, quien a causa de sus heridas tuvo que ser urgentemente llevado a bordo
del navío Teseus, donde el médico del buque tuvo que amputarle el brazo
derecho.
2- El oficial don
Vicente de Siera y Casas, quien con los pocos soldados a su mando bajaba desde
la Laguna con unos prisioneros que habían hecho, encontrándose con la sorpresa
de que el general Gutiérrez, ante unos informes que había recibido y que le
afirmaban que los ingleses marchaban victoriosos hacia la Orotava, después de
haber conquistado la Laguna, se estaba planteando la posibilidad de una
rendición para evitar más muertos. Siera, sin poder reprimir la indignación por
tan falaz información que sabía incierta, ya que el venía de La Laguna, montó
en cólera y con gruesas palabras cuarteleras, sin pensar en sus consecuencias,
se dirigió a su general para que ordenara proseguir la lucha.
Así se hizo. Nelson
tuvo que ofrecer su rendición. Francisco Grandi Giraud y su cañón Tigre
hiriendo a Nelson, abrieron las puertas para esa rendición.
Vicente de Siera y Casas al lograr que la
lucha, pese a la intemperancia de sus palabras, prosiguiese, logró que la
rendición fuese al fin una feliz realidad.
Terminada la
batalla, el mando militar buscó y halló una solución que conciliara la airada
actitud de Siera ante su general con su afortunada aportación a la victoria:
fue ascendido y trasladado a la Gomera como gobernador militar de la isla
colombina. La verdad de lo que ocurrió aquel 25 de Julio de 1797, se ha
rescatado y se mantiene viva por varios frentes de información; no siendo, ni
con mucho, la menos importante la TERTULIA DE AMIGOS DEL 25 DE JULIO. Ahora uno
de sus componentes, don Luís Cola Benítez, en un feliz acuerdo de nuestra
corporación municipal, acaba de ser nombrado cronista oficial. Ello es una
garantía de que la gloriosa gesta, pese a lo que digan los historiadores
ingleses, no caerá en el olvido.
Y retornando lo
sucedido después de la batalla de Trafalgar, nos encontramos con que el
almirante Francoise-Etienne de Rosilly-Mesrose, nacido el año 1748 y fallecido
en el 1832, relevó a Villaneuve haciéndose cargo de una flota en muy mal
estado, tanto en los barcos como en la tripulación.
A más INRI para
Rosilly los barcos españoles, siguiendo órdenes dadas desde tierra, se alejaron
de los franceses, dejando a éstos aislados en medio de la Bahía: ¿Qué había
pasado? la alianza franco española se había roto, ahora había una alianza
hispano inglesa. Francia era el enemigo a abatir.
Pero ¿qué causa dio
origen a ese fatal y brusco cambio?
Napoleón, llevado
por su ancestral odio contra Inglaterra a la que ya, después del desastre de
Trafalgar, comprendía que no podría abatir en el mar, decidió irle cerrando
todo camino que el comercio inglés tuviera en el continente. Su primera mirada
se dirigió hacia Portugal.
Su plan contra
Portugal era, como todo lo concebido en su insidiosa mente, sencillo y con una
oculta doblez. Doblez que, en un principio no la pudo adivinar su “amigo”
Godoy. Así que cuando aquel le pidió autorización para que el ejército francés,
al mando del general Murat, pudiera atravesar España para invadir Portugal si
ésta no se avenía a sus condiciones, Godoy, ante el cebo que le puso Napoleón,
le dio su más plena autorización.
El plan trazado por
Napoleón tenía dos fases: la primera, la imposición a Portugal de unas
exigencias que de antemano sabía que no podrían ser aceptadas, cerrar las
puertas al comercio con Inglaterra y confiscar todas las mercancías de dicho
país. Evidentemente Portugal no podía traicionar a los comerciantes ingleses
que, confiados en su amistad, se habían establecido en su territorio.
La segunda, “ofendido”
por tal negativa, declararle la guerra e invadir su territorio.
El “señuelo” para
que Godoy diese la conformidad para la entrada en España del ejército francés
consistía en el ofrecimiento del reparto de una parte del territorio de
Portugal: entregaría a Godoy las provincias de Alemtejo y Algarbe; adjudicando
al joven príncipe de Etruria, previo a la renuncia de éste a dicho reino en beneficio
de Napoleón, y se le reconocería entonces el territorio comprendido entre el
Duero y el Miño, que gobernaría con el título de Rey de Lusitania del Norte, y
sobre el cual su abuelo político Carlos IV ejercería su custodia, con el título
de Protector; Francia se reservaba el resto, si bien prometía un nuevo reparto
cuando fuere firmada la paz. Contando con el total beneplácito de Godoy, el
general Joaquín Murat, duque de Berg, inició su “pacífica” y a la vez triunfal
entrada en el territorio español, avanzando hacia Portugal, si bien por
razones, al parecer simplemente prácticas, fueron dejando guarniciones en San Sebastián,
Pamplona y Barcelona, mientras las tropas francesas proseguían su pacífico
avance hacia Madrid.
El embajador
español en París, como siempre nido de rumorologías, entró en sospechas de las
verdaderas y solapadas intenciones de Napoleón y así se lo hizo ver al gobierno español.
Este clarín de
alarma coincidió con que el pueblo español, en distintos lugares y ante los
desmanes de las tropas francesas, ya se había percatado de que eran tropas de
ocupación, y se rebeló en defensa de su honor e independencia.
La primera chispa
que inmediatamente se extendió como reguero de pólvora por todo el territorio
patrio surgió con ocasión de los fusilamientos del dos de Mayo en Madrid.
Napoleón ordenó al
almirante Rosilly que permaneciera atento para apoyar desde el mar a las tropas
francesas que avanzaban hacia Cádiz. No fue necesario. Los franceses fueron
detenidos en Bailén, sufriendo un gran descalabro.
La guerra de la Independencia, llena de
páginas de sufrimiento y gloria, no es el objeto de estas líneas; tan sólo la
cito como explicación del porqué Francia se convirtió de amigo a enemigo.
Godoy fue tachado
de afrancesado y fue encarcelado. Una intervención directa de Napoleón le salvó
la vida, que en el resto de sus días la pasó en París. Nunca más regresó a
España.
En Paris, lejos de
las veleidades cortesanas, tan llenas de frivolidades, transcurrieron sus días
en forma muy austera. Ocupó gran parte de su tiempo en escribir unas “Memorias
Críticas y Apologéticas para la Historia del Reinado del Señor don Carlos IV de
Borbón”. El resto del tiempo los pasó rememorando los gozos y tristezas, sobre
todo tristezas, de la vida que definitivamente dejó atrás.
Godoy nació en una
familia aristocrática venida a menos. Murió como había nacido.
En su tumba no se
imprimieron sus títulos; murió en medio de una gran austeridad. Traidor o
patriota, su ambición le llevó al enorme desengaño de aparecer como traidor a
su patria, a la que tanto amó. Creo en esto y como merecido epitafio, dejamos
constancia de que:
DON MANUEL GODOY. ÁLVAREZ DE FARIA RIOS
SÁNCHEZ SARZOSA, PRINCIPE DE LA PAZ Y DE
BASANOS, DUQUE DE ALPUDIA Y DE ZUECA, CAPITAN GENERAL DE LOS EJERCITOS NACIONALES
Y GRANDE DE ESPAÑA Y DE LAS INDIAS,
FALLECIÓ EN PARIS EN EL AÑO DE GRACIA DE 1851. DESCANSE EN PAZ.
Carlos IV Y su hijo Fernando fueron obligados a
renunciar al trono de España en provecho del hermano de Napoleón.
El motín coge
verdadera virulencia: es la Guerra de la Independencia. Las tropas francesas
son cercadas y aisladas. Inglaterra interviene en socorro de Portugal y España
con dinero, armas y un nutrido contingente de tropas.
El almirante
francés Rosilly, con enemigos por tierra y sin poder abandonar la Bahía al
estar cerrada su salida por los navíos ingleses, tenía que ocupar el tiempo con
actividades que, para evitar el desánimo, tuvieran ocupadas a la marinería y
que, al mismo tiempo, le permitieran a él utilizar sus conocimientos en una
tarea que quizás en su incierto futuro pudieran serle de utilidad.
No sabía cuanto
tiempo tendría que estar en esta situación. Pero fuera el tiempo que fuese ya
tenía que comenzar la actividad proyectada. Poco podía pensar que allí estaría
tres años.
Cuando Rosilly
abandonó su querida Francia para relevar a Villaneuve, era un reputado marino,
especializado en el estudio y realización de cartografías náuticas, actividad
que desde 1795 y gasta el momento de su partida desempeñó como director del “Dépot
de la Marine Francaise”.
Rosilly, como
experimentado hidrógrafo, confeccionó una detallada carta náutica de toda la
zona, con indicación de calados, tipo de suelos marinos: arena, rocas, fondos
calizos.
La población de
Cádiz que antes había prestado auxilio a los náufragos franceses que maltrechos
llegaban a sus costas, y que incluso con el paso de los días, de los meses, se
había habituado a ver aquella pequeña flota en su Bahía, ahora, impregnada con
el odio a Francia que ardía en todo el país, no comprendía la prolongada
presencia del enemigo en su puerto.
Napoleón, en los
estertores de su dominio en España, dispuso el traslado a Cádiz de Francisco
Solano, capitán general de Andalucía, del que no se fiaba, esperando que éste,
al ver los navíos franceses allí fondeados con un total de 452 cañones de
capacidad artillera, recapacitara sobre la lealtad que debía a la Francia que
aún gobernaba en la nación. Pero en Cádiz la situación era distinta y el pueblo
le exigía una acción inmediata para acabar con la ignominia de que la enseña
francesa siguiera ondeando frente a ellos.
Solana así lo
comprendió y además, de corazón, simpatizaba con lo que se le exigía. Pero
carente de medios para una inmediata acción, comenzó a idear el plan a seguir.
El pueblo no entendió la demora, le tildó de afrancesado y le asesinó.
Fue sustituido por
el jerezano, general de artillería, don Tomás de Moda. Éste, con más razón,
como artillero, comprendió que sería un suicidio enfrentarse, sin contar con
una estructura a todas luces imprescindible, a una batería de 452 cañones.
Sabía también, por lo que le sucedió a su antecesor en el cargo, a lo que le
exponía cualquier dilación que no fuera consensuada con la población y, en su
consecuencia se dirigió al pueblo diciendo:
“Pueblo español,
leales compatriotas, la voz de la razón me ha dictado estas reflexiones, y como
jefe digo ahora que os doy mi palabra de que los franceses muden ahora el
pabellón, o a que a lo menos no coloquen los suyos; pues cualquiera otra
providencia acarrearía mil desgracias. No intentéis nada pues destruiríais mi
plan. Ya tengo tomadas mis medidas y dentro de veinticuatro horas habréis de
ver los efectos favorables que todos deseamos. Cádiz, 30 de Mayo de 1808. Morla”.
Como
primera y fundamental medida el general Apodaca, que dominaba el idioma inglés,
fue comisionado para sellar la paz con el almirante Collingwood, que era quien
tras el fallecimiento de Nelson, había asumido el mando de la flota inglesa,
cuyos navíos seguían bloqueando toda entrada por mar a Cádiz. Una vez asegurada
la alianza los ingleses facilitaron al general Morla 400 kilos de pólvora,
imprescindibles para el éxito de la acción a emprender contra los buques
franceses. El mando de la acción lo asumió el jefe del arsenal de La Carraca,
teniente general José Joaquín Moreno, en unión del gobernador de Cádiz y
Capitán General de Andalucía, Don Tomás de Moda, así como el jefe de la
escuadra española, general Ruiz de Apodaca y del comandante del cuerpo de
brigadas del departamento de Cádiz, Diego de Alvear y Ponce de León.
Este mando
combinado acordó la inmediata puesta en marcha del plan, que consistía en:
·
Separar
las dos escuadras que se encontraban puestas en
formación de alternancia.
·
Impedirles
la salida de la Bahía de Cádiz.
· Obstaculizar
la navegación hacia el caño de La Carraca.
·
Movilizar
todas las fuerzas navales disponibles.
Ante este
preparativo, el almirante Rosilly decide dirigir sus barcos hacia La Poza de
Santa Isabel, situada en el canal navegable que da acceso al arsenal de La
Carraca. Esa decisión pudo tomada ya que por los trabajos de hidrografía
realizados mientras estuvo bloqueado en la Bahía de Cádiz conocía perfectamente
donde existía calado suficiente para sus naves. Con este movimiento Rosilly
estaba en situación de amenazar con sus cañones el arsenal.
Los españoles, por
su parte, establecieron un círculo de fuego en cuyo centro se hallaban los
franceses.
Pero la amenaza
francesa sobre el arsenal de La Carraca era también muy preocupante. Para cortarle
el paso a Rosilly era necesario el cerramiento del arsenal de La Carraca, por
lo que se procedió a hundir en él al
buque Miño y al mismo tiempo, los ingenieros de marina, al mando del general
Rafael Clavijo, efectuaron las operaciones de cerrar el paso en las
proximidades de la Punta de La Clica. También se adoptó la medida de precaución
de cerrar el saco interno de La Bahía y, para ello, se dispuso extender una
cadena flotante, desde el Fuerte de San Luis, en dirección suroeste.
Rosilly estaba
totalmente cercado.
Se inició el ataque
español, por mar, por medio de lanchas cañoneras y por tierra, por bombarderas
del arsenal de La Carraca y del apostadero de Cádiz. No se quería hundir a los
navíos franceses pues eran una apetecible captura para las fuerzas vencedoras.
Los franceses rechazaron su rendición; la batalla se generalizó. E 10 de Junio,
a las dos y media, el almirante español pidió parlamentar. Se adoptó el acuerdo
de alto el fuego.
Rosilly esperaba con estos aplazamientos
dar tiempo a que las tropas francesas acudieran en su auxilio. Pero al fin,
convencido de que estas no iban a llegar capituló ante el poderío enemigo.
Se firmó la paz en
la batalla de la Poza de Santa Isabel, en el año 1808.
Por el bando
francés hubo 12 muertos y 51 heridos y por el bando español 5 muertos y 50
heridos.
La derrota francesa
supuso para España la captura de los 452 cañones que portaban entre los cinco
navíos de línea y la fragata, también capturados, así como 1651 quintales de
pólvora, 1429 fusiles, 1069 bayonetas, 80 esmeriles, 50 carabinas, 505 pistolas,
1696 sables, 452 chuzos, 101568 balas de fusil y víveres para cuatro meses.
Así terminó la
batalla de la Poza de Santa Isabel, pero no el calvario de los 3776 franceses
prisioneros de guerra: Unos deportados a Inglaterra, otros a las Baleares, y un
número más reducido a Tenerife. Entre estos últimos se hallaba el guardiamarina
Michel Maffiotte Milliere, gracias al cual poseemos el relato, de primera mano,
de quien vivió y sufrió en sus propias carnes todo lo sucedido desde el
comienzo de la Batalla de Trafalgar, hasta su final en la batalla de la Poza de
Santa Isabel.
De todo lo ocurrido
después de ésta, el propio Maffiotte prefiere nunca volver a hablar.
La vida de Michel
Maffiotte cierra una etapa en la batalla de la Poza de Santa Isabel… y no
vuelve a abrirla hasta su llegada a Tenerife, donde encontró trabajo, amistad y
el amor de una tinerfeña con la que tuvo cinco hijos, dándole su hijo Pedro 16
nietos.
Alguien ha dicho,
no recuerdo ahora su nombre, que el español siempre presume de saberlo todo, y
cuando se enfrenta con algo que no sabe sale del paso diciendo: de esto
hablaremos más adelante.
Aunque mi
tatarabuelo, Miche1 Maffiotte Milliere, nació en Francia, en Tenerife pasó la
mayor parte de su vida, españolizó su nombre: Miguel Maffiotte Miller. Su
descendencia ha sido desde entonces ya española y todos veneramos su memoria.
Para los amantes de
las batallas en el mar debe ser muy interesante conocer las estrategias
seguidas por unos y por otros; pero de esto hablaremos más adelante.
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